Siderian. A modo de introducción.
Mi primer contacto con Siderian tuvo lugar hace cinco años. Fue por casualidad, como buena parte de las cosas que ocurren en la vida. Acababa de salir un cuento mío en algún lado, no recuerdo cuál ni dónde. Fuera el que fuera, se lo pasé a una amiga para que lo leyera. Al cabo de unos días me lo devolvió, que no le había gustado mucho, me dijo en un brusco arrebato de sinceridad, pero que a su abuelo, al que definió exactamente como “que es de los tuyos”, le había gustado una barbaridad.
−¿De los míos? −pregunté
−Si, un raro de esos. Un friki.
−Ah, vale.
Al día siguiente pasé por su casa a buscarla para ir a tomar algo. En vez de esperarla en el portal, como siempre, me dijo que subiera, que su abuelo quería conocerme. Lo único que sabía de él era que había dejado Polonia hacía cuatro años para venirse a Vitoria, donde vivía su hijo −el padre de mi amiga−. Se llamaba Czeslaw Mincovsky y era un hombrecito pequeño, apergaminado, de pelo escaso y cano, con los ojos extraordinariamente brillantes para su edad y una permanente expresión de maravillada perplejidad en el rostro. Iba vestido con una bata marrón y unas pantuflas a juego.
No había pasado ni dos minutos hablando con él cuando se levantó y salió del salón. Quería enseñarme algo que, según decía, me iba a encantar. Volvió al cabo de un rato con una caja metálica y sacó varias fotografías de ella. Me tendió una.
Era una foto en blanco y negro que mostraba una plazoleta de pueblo, con un gran edificio al fondo engalanado de manera curiosa. Su fachada estaba cubierta de planchas de metal y cristal y habían dibujado un curioso símbolo sobre la puerta: una gran circunferencia partida en dos, la mitad superior contenía varias estrellas de distintos tamaños, en la inferior se veía una esfera rodeada por una corona de llamas.
En el primer plano de la foto se alineaban cinco personas, todas vestían unos estrambóticos trajes espaciales negros y llevaban unos cascos de cristal que casi parecían peceras. Tras ellos había un perro, un viejo pastor alemán. También llevaba casco. Toda la foto rezumaba algo que sólo se podía calificar como de un obsoleto futurismo.
Czeslaw señaló al hombre situado más a la izquierda.
−Soy yo en el festival de la cosecha de 1963 −me dijo.
Yo no comprendía absolutamente nada y así se lo hice saber.
Fue entonces cuando me habló de Siderian.
Ese es el nombre de un serial radiofónico que se emite desde hace más de setenta y cinco años en una pequeña emisora local polaca. Es un Space Opera con toques de fantasía y terror, una historia río por la que han pasado cientos de personajes y que ha llevado a sus oyentes de un confín a otro del universo −y a más de una realidad alternativa−. No ha faltado a su cita ni un solo día en todo esto tiempo, ni siquiera durante la ocupación alemana dejaron de emitir −es más, un agente de las SS aficionado a la ciencia ficción colaboró como actor en el programa, ignorante de que en sus diálogos −marcadamente antisemitas, por supuesto− había mensajes en código para los aliados−.
El programa lleva sumadas más de nueve mil horas de emisión. Ya no es sólo un programa radiofónico, es un fenómeno social −limitado, eso sí, a una pequeña zona situada en un valle en los Carpatos− de tal calado que al pueblo donde está ubicada la emisora se le conoce más como Siderian que por su verdadero nombre. No es algo minoritario en ese lugar, se podría decir que el serial es el centro de la vida social y cultural del pueblo, hasta el punto de que se discuten los acontecimientos de la serie con el mismo interés con el que se puede discutir de política real o deportes −por poner un ejemplo: en el verano de 1974 se anunciaron elecciones democráticas en la base orbital Siderian y fueron los habitantes del valle quienes eligieron al nuevo gobierno. Hubo dos semanas de campaña electoral donde los actores que interpretaban a los líderes de las distintas facciones en pugna por el poder, dieron discursos y mítines por toda la localidad. Votó el noventa y siete por ciento de la población−.
Por supuesto la existencia de algo semejante me dejó perplejo.
A lo largo de los siguientes meses vi a Czeslaw Mincovsky con frecuencia. Siderian era básicamente el único tema del que hablábamos, aunque a decir verdad yo hablaba bastante poco. Me limitaba a escuchar todas las historias que Czeslaw tenía a bien contarme. Llegó un momento en que comencé a apuntarlas porque conozco mi mala memoria y sabía que se me iban a olvidar la mitad. Aquí trataré de ir contando algunas de ellas, las que más me impactaron. Y es que setenta y cinco años de emisión dan para mucho. Para más de lo que yo podía imaginar en un principio, para más de lo que los propios creadores del serial podían llegar a concebir cuando se embarcaron en ese maravilloso proyecto.
En Siderian ha ocurrido de todo: desde muertes de actores en antena que coincidieron con el preciso instante de las muertes de los personajes que interpretaban, hasta batallas campales en el pueblo cuando tras un motín en la base de Siderian, los partidarios de los rebeldes y los fieles al mando sideriano decidieron dirimir sus diferencias a pedradas en la plaza. Desde perros actores −el can en cuestión se llamaba Vlady y fue una imposición de la clínica veterinaria que durante unos meses patrocinó el programa− hasta enamoramientos entre actores que tenían su reflejo en la vida real −y viceversa−. Sí, hay muchas historias por contar, de cuando en cuando me asomaré por aquí para dejaros una.
Os dejo con la traducción de la sintonía que abrió el programa desde el inicio de la emisión hasta 1955:
“Llega la oscuridad. Llega la noche y la llama. Llegan los dragones, la muerte y la nada.
Y entre nosotros y ellos sólo se interpone un lugar.
Siderian es su nombre.”